domingo, 18 de septiembre de 2011

sábado, 17 de septiembre de 2011

"Canastos " acuarela de Susa Martín

                        "Canasto 1 " acuarela 50 x 40  Susa Martín



                     "Canasto 2 " acuarela 50 x 40  Susa Martín 

viernes, 16 de septiembre de 2011

jueves, 15 de septiembre de 2011

"Dia de mercado" acuarela Susa Martín

                                        "Dia de mercado" acuarela 50 x70   Susa Martín

miércoles, 14 de septiembre de 2011

martes, 13 de septiembre de 2011

"Pescando" acuarela de Susa Martín

                                        "Pescando" acuarela 50 x70   Susa Martín 

jueves, 8 de septiembre de 2011

El verano, el tapicero y yo

"Malpica" acuarela de Susa Martín (80x60)

   Ahora que este verano va hacia su fin, recuerdo  como eran los veranos de mi niñez.
Al finalizar el curso, empezaban los preparativos para marcharnos de vacaciones a la playa durante casi tres meses. Apenas dormíamos la noche de antes, llenos de ilusión e inquietud, como si nuestra vida de repente fuese a dar un giro en el tiempo.
Nos levantábamos de noche, a las seis de la mañana, para no coger el calor, aún dormidos niños y niñeras en la parte de atrás del coche  nos apretábamos como si  ese auto fuese  de goma, entre sacos de garbanzos y garrafas de aceitunas, y cantaras de aceite y empezaba un viaje que recordándolo  ahora en la distancia era como si nos fuésemos a emigrar al polo norte.
Los nervios de la puesta en marcha, algún incidente de última hora, un olvido siempre inútil y un saco a reventar de entusiasmo y proyectos.
Han  desaparecido de nuestros paisajes esos coches   con los colchones, las sillas de la playa, las bicicletas, y el orinal de la abuela amarrados en la vaca de su techo, en el que cualquier espacio era bueno para poder transportar algo. En el que las personas se amontonaban en cualquier espacio físico, antes no había cinturón de seguridad, no cabía  nada más, ni siquiera eso, cualquier espacio estaba completo. El vehículo era un mero medio de transporte por encima de otra cosa.
 Eso que antes era tan habitual de ver,  un auto parado en el arcén  con una rueda pinchada,  o con ese capó levantado esperando que se enfriara para poder continuar un viaje que parecía eterno, aunque ahora se haga en dos horas escasas. Y esa "Cuesta de  la Reina" de Málaga, esas curvas,  y ese niño:
    -Papá, para que fulanita va a vomitar.
Y ese padre desesperado a la cuarta vez de hacer milagros para ubicar el coche en algún lugar para que el mareado pudiese salir a vomitar. Eso si con suerte paraba a tiempo, o no había una bolsa preparada para tal incidente.
Y la  parada para desayunar en ese pueblo que hacían los churros (jeringos en mi pueblo) buenísimos, te los daban ensartados en un  junco. Y que devorábamos como si los hubiésemos descubierto  por primeras vez, aún siendo obligado en cada viaje a la costa.
Y después de mil peripecias llegábamos por fin, nos bajábamos del coche medio chuchurridos por lo largo del viaje, el calor y las apreturas, (no había aire acondicionado en los coches de esa época) y empezaban nuestras vacaciones, mar  y tiempo libre.
Reencuentro con los amigos del verano, esos que solo veíamos en esa época, la visita a los mismos lugares, el análisis minucioso de la ciudad..
  -Esa tienda es nueva, han tirado el edificio aquel, hay un cine nuevo… .
La visita al mismo quiosquero, a la tienda de la esquina, al bar que frecuentabas con tus padres, a la heladería, dónde reconocías las mismas caras de años anteriores, o quizás descubrías alguna nueva, y esa palabras a modo de saludo de los nativos de la ciudad los primeros días, ese  “BIENVENIDOS”, que a mi padre le repetían durante los tres meses, porque él jamás bajaba a la playa y estaba tan blanco como el primer día.
El flotador negro grande, que era el recambio de una rueda de camión, con una válvula que te dejaba la espalda hecha polvo , y " mira que bien nado", las púas de los erizos, los pies llenos de alquitrán, los piojos en alguna ocasión por acercarte demasiado a algún barquillo pesquero medio abandonado en la playa, al menos eso decía mi madre, y que te tenían en cuarentena en casa recluida  y atormentada en manos de las personas mayores, que o terminaban con los piojos o contigo.
Vivíamos  en dos casas pegadas por un patio la familia de tío Paco y la nuestra, a la hora de la siesta el rezagado a esa costumbre obligada, se escapaba por el patio a casa de la otra familia, pero rápidamente descubierto por su madre y devuelto a su cama.
Y guardar  el obligado reposo después de comer para evitar los cortes de digestión, que entonces eran vitales y ahora a nadie le importan, digo yo será que hay más motivos importantes para morirse que bañarse media hora después de un almuerzo, o que los padres no tienen ya paciencia de escuchar cada cinco minutos, durante dos horas ese ... “me puedo bañar ya”.
Levantarme de noche para acompañar a mi padre a ver llegar las barquitas a la playa con su pesca y ayudar a los pescadores a sacar el copo. Las redes llenitas de pescados, en un trabajo colectivo en el que yo apenas daba ni para estorbar, pero me sentía importante, útil , bueno nadie comería chanquetes sin mi ayuda ese día . Y ver amanecer, era también el privilegio de ese madrugón.
Noches de cine de verano,  sólo levantarte era el primer objetivo, ver la cartelera para mirar que película daban esa noche, aunque siempre todos los veranos eran las mismas Louis de Funés, Manolo Escobar, Rocio Durcal, Marisol , esa niña repelente a la que queríamos parecernos todas en esas edades.
Nuestras excursiones a una urbanización a ver unos enanos de escayola pintados que decoraban el jardín de uno de los chalets, visita obligada año tras año  y varias veces en el tiempo que duraba nuestra estancia en esa ciudad, y que era lo más parecido a un viaje a Disney Wordl  para nosotros.
Y las noches en el parque dónde nuestra niñera y la de mis primos cantaban haciendo corro y alguien bailaba "tipical hispanis", ellas llevaban la copla en el alma y nos trasmitan todo su entusiasmo. Hace poco hablaba con una prima mía, y me contaba, lo que lloró  el día que vio en una revista que se había casado Peret, entonces mi prima  no debía tener más de 8 años, y  pensaba que iba a esperarla a que fuese mayor. Me pregunto que habría hecho mi prima  con ese señor, ella quizás nada, pero su niñera  se hubiese sentido feliz.
Esos amigos que reencontrábamos todos los veranos, con los que cruzábamos alguna carta durante el resto del año, y eran nuestros cómplices de correrías, cuando podíamos perdernos de la vista de nuestras cuidadoras. Los primeros cigarros a escondidas, las primeras incursiones en alguna discoteca, que casi estaba diseñada para los de nuestra edad y en la que toda tu vida dependía de que aquel chico que te gustaba te sacara a bailar, o al menos se sentara junto a ti. El primer beso, las excursiones al pueblo de al lado dónde compartíamos una coca-cola para todos, y risas, muchas risas sobre todo.
Y los pies de mi primo Paco, asomando por la superficie del mar mientras buceaba pescando pulpos, y  saliendo del mar con sus trofeos como sintiéndose Neptuno, y toda la playa haciéndole corro para ver que había pescado..
A muchos años de distancia en el tiempo, mis vacaciones cambiaron, ahora pasear por la playa, leer largas horas, escuchar música o una tertulia nocturna, con buenos amigos   o mi familia son mi mayor tesoro.
Y un clásico que espero con ansiedad todas las mañanas de mis fines de semanas y que no falta durante años, cuando remoloneas en la cama después de haberte acostado muy tarde, y suena  en la calle ese megáfono de un auto anunciando a viva voz:
   -“A llegado a la puerta de su casa el tapicero. Salga e infórmese. Tapizamos todo tipo de muebles, sofás, descalzadoras. Tenemos un amplio surtido de telas, panas, skay. Somos especialistas en discotecas. Salga y compare precios. Les informaremos sin ningún compromiso”
Eso me hace pensar que hay algo que permanece inamovible en mis veranos, más que el mar o el cielo, es el señor que grabó el mensaje del anuncio. Habría de explicarle que la gente ya no usa descalzadoras, las discotecas no tapizan, compran en "Ikea" y que el "skay" y la pana están muy reñidas con el calor del verano. Pero aún así, el día que ese megáfono no me despierte a las nueve de la mañana, los fines de semana de cada verano, seguramente ya nada será lo mismo.
Susa Martin