jueves, 14 de julio de 2011

Paisajes del campo

                                Campo de trigo al caer la tarde

 Fotos de Susa                            

                                 Trigal

                               campo de   adormideras

                                 Trigal

                               Girasoles

El campo.

                                                   Lámpara de carburo

                                                Palanganero

                                      Medidas para el grano

                                           Haciendo salmorejo
                                                   
                                cantarera

                                 Romana


                                            Abubilla


                                              Gallina con pollitos


                                            Gallina clueca
                                  el gallinero

                                           Huevos

"Una estrella y un mar de trigo".

                                            " El Monte"  acuarela  60x40. Susa Martin
Los veranos de mi infancia los recuerdo como quizás lo mejor de mi vida. En la época de la siega en este verano tórrido de mi ciudad, nos íbamos a un cortijo de mi familia “El Monte”, aún permanece erguido encima de un cerro majestuoso, como el señor de todos los campos de alrededor, su caserío de fachadas encaladas  y gruesos muros, dominando el paisaje de tierra llana  a sus pies, trigales , girasoles ,  olivares algunos eucaliptus, chaparros, higueras, y en esa época el trigo, esos campos dorados en los que el cuerpo de una niña de mi edad casi se podía perder entre sus espigas. Siempre me gusto  andar por los terrones, hundir mis zapatos en la tierra dura que va desmoronándose en cada pisada.
Esos veranos, en los que el día abrasaba, los mosquitos invisibles nos acribillaban, pero sus noches  eran limpias,  los olores se magnificaban,  el olor a trigo, a tierra húmeda, permanecen en mi como una huella indeleble, a  veces creo vislumbrarlo en algún otro lugar y aspiro profundamente en busca de ese olor o quizás de aquellos recuerdos.
Los olores y la memoria, aquella alacena  en el salón del aquella casa donde se guardaba el chocolate y que olía de una manera indefinible que quedo grabada en mi, o el cajón dónde se guardaban los panes que duraban para varios días.
 Podías tenderte en la era y contemplar ese cielo atiborrado de estrellas, buscabas entre ellas el carro, la osa mayor, y el canto de los grillos y las cigarras. Y levantarte con el canto de los gallos, algo que siempre me transporta a mi niñez de aquel sitio.

                                                           El canto del gallo
Y la gente, aquellos campesinos, gente humilde que después de sus tareas por fin descansaban y se reunían en una tertulia distendida, durante horas,  y que a mí me encantaba, aunque a veces ni siquiera podía entender de que hablaban, cosas de la gente de su pueblo, que si fulana abortó, que si el mengano se fue con la cual  a Barcelona, conversaciones de otro mundo para una niña que no tenía conocimiento de palabras como aborto, y que se guardaban con sigilo,  y que luego a escondidas buscaba en el diccionario, siempre fui niña de ese libro mágico que respondía a las preguntas que los mayores evitaban.
Recuerdo aquello con una gran alegría, no es necesario que un recuerdo permanezca nítido dentro de ti pero si la sensación de aquel momento vivido.


                                                 "Cortijo "El Monte", lápiz. Susa Martin

Allí  vivían varias familias que trabajaban  en las faenas del campo, cada cual vivía en una zona de la finca y compartían una enorme cocina  dónde lo único que había era una chimenea grande, apagada según la época,  unos bancos largos de piedra, una mesa de madera  rectangular de varios metros, y poco más, allí era donde uno de ellos, el aperaor, se llamaba el cargo que desempeñaba entre los trabajadores, se encargaba de hacer la comida mientras los otros iban a realizar sus labores, allí me gustaba sentarme y mirarlo como en una macetilla de barro entre sus piernas y una maja de madera entre sus callosas manos de campesino, con toda la paciencia del mundo, como si el tiempo no tuviese ningún valor, majaba los ajos,  con la sal, los tomates, el pan e iba añadiendo poco a poco el aceite para hacer salmorejo, esa era casi la comida diaria de aquellas gentes.  Mientras él majaba, me contaba historias, que yo escuchaba embobada.
 Otras veces el porquero nos hacia un látigo, o algo que podía simularlo mejor dicho, una rama y una simple cuerda y mi hna. y yo lo acompañábamos a cuidar  los cerdos, volvíamos embarradas pero felices. 
O buscábamos los huevos recién puestos en el gallinero que rebuscábamos como si fuesen un tesoro, y gritábamos:
-¡aquí hay uno¡
esa sensación de tomar el huevo aún caliente entre tus manos, con mucho cuidado de no partirlo.
 Y entrar en el palomar, ese sitio nunca me atrajo demasiado, las palomas me  parecían antipáticas e independientes.
Hacíamos excursiones  a los eucaliptus, a pocos metros de la vivienda, dónde hay un pozo ,  nos asomábamos a su brocal e intentábamos sacar agua tirando de aquel cubo de cinc amarrado a aquella gruesa soga , y la polea se resistía ante nuestra poca fuerza, pero el permitirnos acercarnos allí era reconocernos mayores, ya teníamos cuidado no haríamos tonterías, conocíamos que había que hacer, y nos sentíamos importante cuando algún niño de la ciudad nos visitaba:
 -¡ten cuidado, puedes caerte y es muy hondo¡
 como si realmente en algún momento hubiésemos medido esa oscuridad en la que se ocultaban monstruos espantosos y del que jamás nadie regresaba.
Inventábamos  historias, mirar dentro de un pozo es como sumergirte en un misterio., siempre es inquietante, y surgía la magia, la curiosidad de intentar saber qué habría pasado  en esa incógnita negrura inabarcable para dos niñas pequeñas. Quién habitaría aquella negrura invaluable.
Buscábamos nidos, las abubillas recuerdo me encantaba  aquel pájaro me atraía no sabría decir bien porqué.
 Y el tiempo se detenía, no servían los relojes, no había nada que hacer, yo dibujaba, copiaba de los tebeos, leía constantemente, o me perdía por el caserío, por sus patios, por el campo, pasaba horas montada en una higuera, mientras canturreaba algo que no logro recordar, o me subía aun viejo arado mohoso aparcado hasta su final definitivo en la era e imaginaba viajes  míticos. Nadie te buscaba, eras la dueña de ti misma  por fin después de un año de rigurosas normas de los colegios de monjas, eras  libre, todo el tiempo te pertenecía, el cielo estrellado era parte de ti, la gente te tenía en cuenta a pesar de ser una niña de poca edad tenían tiempo de hablarte, de escucharte.
Y de vez en cuando aparecía un camioncillo  que cuando abría su puerta trasera  era como magia, la tienda ambulante , que recorría las fincas llevando paquetes de arroz, agujas o bobinas de hilo y demás enseres necesarios, y algún capricho caería, chocolate , algún caramelo, algún tebeo,  aquel día era fiesta.
Y bañarme en los montones de trigo, en los graneros nadar entre los granos ese era nuestro juego favorito, algo que siempre recuerdo con mayor añoranza.
Y acompañar a mi padre en la noche a quemar rastrojos, la paja que iba ardiendo formando una luz roja  intensa, en esa noche te sentías como importante, ayudabas a tu padre, no podías acostarte temprano, aunque realmente no hacías nada.
Y pasaban los días sin calendario, si reloj, sin luz eléctrica, sin agua corriente, pero te sumergías  en el todo como una parte indisoluble de la vida. Teníamos lámparas de carburo  y una pipa de agua a la puerta, no eran necesarios los grifos, ni las bombillas, nadie los echaba de menos.
Esos recuerdos son aromas a plantas de garbanzos, al tacto gelatinoso al tocar sus tallos,  la sensación al desgranar una flor seca  de girasol, y comer sus pipas aún crudas, o el olor a parra, y el sabor de las moras recién cogidas, que te teñían las maños y los labios de oscuro.
Esos años en los que una estrella que me pertenecía y toda la vida  entre mis manos.